OCTUBRE 2 DE 2016
DOMINGO 27 DEL TIEMPO ORDINARIO
La Liturgia de la Palabra, a través de los textos que hoy nos ofrece, presenta tres temáticas, enlazadas entre sí, que encuentran sus raíces en la vida de fe del hombre creyente y están en función de un reino distinto a cualquier otro, que no tiene más intención que la de transformar la realidad de los hombres y los pueblos sometidos a las injusticias: el lamento del hombre ante las injusticias, el compromiso que surge de una vida marcada por el Espíritu y la fe que crece a través del servicio. Los textos bíblicos son: Hab 1,2-3; 2,2-4; 2Tim 1,6-8.13-14 y Lc 17,5-10.
VER
Cuando no alcanzamos a comprender la razón de las cosas que nos suceden y nos superan, llevándonos a límites insospechados, surgen, de lo más profundo de nuestro ser, una serie de preguntas, dirigidas a veces a nadie en concreto, o a Dios, en particular: ¿Por qué a mí? ¿Por qué ahora…? ¿Hasta cuándo?…
El dolor, la muerte, la violencia, la esclavitud, la explotación, el abuso, el desempleo, el hambre, las crisis económicas, las enfermedades, los desastres, el terrorismo, la guerra… impactan nuestra vida y la destruyen, y así como dejan heridas que difícilmente sanan, provocan preguntas que se gritan y no tienen respuesta. De allí, surgen la duda y la desesperanza y un temor profundo que no cede, porque la causa de esos males es incierta, pero persistente.
Para muchos pueblos el terror cotidiano ya no tiene tregua ni toque de queda; el cese al fuego es una falacia, porque es una promesa que no se cumple, la ayuda humanitaria es una ilusión que se pierde en los caminos, asaltada por la ambición, la envidia y el odio.
El libro del profeta Daniel, en la oración penitencial de Azarías (Cántico de los tres jóvenes), contiene un lamento que bien podría ser el nuestro en estos momentos: no tenemos ya ni príncipe, ni jefe, ni profeta…, ni un lugar en dónde ofrecerte primicias y alcanzar tu misericordia (3,38).
Nos lamentamos todo el tiempo, preguntamos incrédulos por qué las cosas son así, o culpamos a Dios por todo…, pero no actuamos, no nos hacemos responsables de las gracias bautismales que han impreso en nosotros un carácter profético, o de los carismas que nos capacitan para trabajar por el bien común, por la justicia y por la libertad. Decimos “perder” la fe con cualquier pretexto, sin darnos cuenta que, aun siendo tan pequeño e insignificante como un grano de mostaza, es capaz de mover montañas: de cambiar las voluntades y transformar la mente y el corazón de los hombres.
No obstante, siempre hay una luz de esperanza: cuando los hombres no piden que su “fe aumente” sino cuando deciden ensanchar los horizontes del amor, de la felicidad, de la fraternidad; cuando arriesgan su vida con tal de arrancar la sonrisa en el rostro de un niño, donde la única pregunta es ¿por qué a mí? Sólo cuando esos hombres reconocen que no son más que siervos y que han hecho lo que tenía que hacer.
ACTUAR
Las preguntas con las que inicia el texto del profeta Habacuc reflejan un conflicto de fe, en donde se contraponen dos hechos evidentes: la desoladora realidad por un lado y la aparente ausencia de Dios por el otro. Habacuc pide auxilio, grita, denuncia, ve la injusticia, los asaltas, la violencia y las rebeliones; la imagen de Dios, en cambio, es terriblemente desalentadora: no escucha, no viene a salvar, se queda mirando la opresión… (1,2-3). Hay aquí un hombre que está ejerciendo a cabalidad su misión profética y un Dios que sólo guarda silencio.
Pero todo profeta es un místico y Habacuc no es la excepción; él logra penetrar en el misterio de Dios con sus dudas y sus preguntas, y sólo así la incertidumbre humana, representada en él, se transforma, Dios se revela a través de ella y le da una respuesta. El incomprensible silencio de Dios es en realidad revelación plena.
La experiencia mística de Juan de la Cruz nos enseña cómo Dios revela su Palabra en un eterno silencio, y así, en silencio, ha de ser oída por el hombre (cf. D 99//2S 22,3-6). El eterno silencio es también el tiempo de Dios y cabe confiar en él esperando; en cualquier momento la respuesta llegará:
El Señor me respondió y me dijo: “Escribe la visión que te he manifestado, ponla clara en tablillas para que se pueda leer de corrido. Es todavía una visión de algo lejano, pero que viene corriendo y no fallará; si se tarda, espéralo, pues llegará sin falta. (2,2-3).
El silencio de Dios se rompe no con la respuesta que, tal vez, esperaba Habacuc, sino con unas palabras que retan a la razón y ponen a prueba la fe: una visión que ya se había manifestado, que no fallará y llegará sin falta. ¿Qué significa esto? Yahvé dirige la mirada del profeta sobre las acciones del hombre y en sus consecuencias, haciéndole caer en cuenta que la justicia que exige y pide, “su respuesta”, brotará sin duda de lo que los hombres hacen en relación de sus hermanos:
El malvado sucumbirá sin remedio; el justo en cambio, vivirá por siempre (v. 4).
No se trata de temer a Dios, lo que se nos pide es creer en él. Del mismo modo que los profetas han sido ungidos con el espíritu de Yahvé y enviados para rescatar al pueblo de sus infidelidades y de sus esclavitudes, somos enviados de igual manera todos los bautizados.
En esta misma línea de reflexión, Pablo, dirigiéndose a Timoteo (1,6-8.13-14), nos ofrece una enseñanza pertinente y útil para la vida:
Querido hermano: Te recomiendo que reavives el don de Dios que recibiste cuando te impuse las manos. Porque el Señor no nos ha dado un espíritu de temor, sino de fortaleza, de amor y de moderación (vv. 6-7).
El fundamento de la predicación y del testimonio se basan en la confianza que se tiene en Cristo Jesús; no importando lo que suceda y ante las adversidades que nos apremian, debemos saber que el silencio de Dios se manifiesta, primero, en el Hijo enviado y hecho hombre, luego en el Espíritu que hemos recibido, y esa es su respuesta.
No te avergüences de dar testimonio de nuestro Señor… Conforma tu predicación a la sólida doctrina que recibiste de mí acerca de la fe y el amor que tiene su fundamento en Cristo Jesús. Guarda este tesoro con la ayuda del Espíritu Santo, que habita en nosotros (vv. 13-14).
Recapitulando, podemos decir que no hay nada en la vida de los hombres que no tenga lugar en el eterno silencio de Dios; Él ve, escucha y atiende nuestras necesidades, pero nos pide esperar, que todo llegará sin falta. Esperar significa confiar libremente. Hay que añadir que hemos recibido un Espíritu de fortaleza, de amor y de moderación, con el que damos testimonio y sobre el cual se fundamente nuestro compromiso nuestra predicación. El Espíritu da sentido al silencio de Dios y a nosotros nos da la certeza de que hemos sido enviados.
Ya no hay duda: el silencio de Dios es fecundo. No obstante, el salmista entra en acción y nos recuerda:
Hagámosle caso al Señor, que nos dice: “No endurezcan su corazón, como el día de la rebelión en el desierto, cuando sus padres dudaron de mí, aunque habían visto mis obras” (Sal 94).
¿A qué vienen esta advertencia? En varios episodios del evangelio Jesús se lamenta de la falta de fe en sus seguidores más cercanos: Hombres de poca fe (Mt 14,31; 16,8); ahora nos encontramos con un pasaje de Lucas (17,5-10) en donde los discípulos piden al Señor algo extraño e inaudito: Auméntanos la fe (v. 5). A simple vista, pueden parecer palabras que surgen de una profunda devoción, o de una incondicional confianza en el Señor, pero no es así. La respuesta que reciben de Jesús nos lo dice con claridad:
Si tuvieran fe, aunque fuera tan pequeña como una semilla de mostaza, podrían decirle a ese árbol frondoso: “Arráncate de raíz y plántate en el mar”, y los obedecería (v. 6).
Estos dos versículos son la desafortunada reacción de los discípulos con la que concluye el pasaje (que la Liturgia ha omitido) donde Jesús les da instrucciones respecto de algunos aspecto particulares en la vida de un seguidor y de las consecuencias que eso supone. Vale la pena contextualizar el texto:
A sus discípulos les dijo: Es inevitable que haya escándalos; pero, ¡ay del que los provoca! Más le valdría que le ataran en el cuello una piedra de molino y lo arrojaran al mar, antes que escandalizar a uno de estos pequeños.
Estén en guardia: si tu hermano peca, repréndelo; si se arrepiente, perdónalo. Si siete veces al día te ofende y siete veces vuelve a ti diciendo que se arrepiente, perdónalo (vv. 1-4).
El miedo y la duda se apoderan de ellos: ¡auméntanos la fe! Pero esto sucede porque, al parecer, no hay tal: si al menos tuvieran una fe tan pequeña como el grano de mostaza…
Dios, o el Señor, no da la fe, menos aún con esos criterios materialistas y cuantitativos; Él provoca la fe del hombre. Si nos la “diera”, o nos la “aumentara” sin más, nuestra vida de creyentes sería pasiva, infértil, dependiente y sin sentido, pues se agotaría en un fe recibida pero no asumida ni hecha proceso de vida. La fe es respuesta, es la actitud que el hombre toma delante de Dios, de los demás y de los acontecimientos; no es un producto del mercado religioso, o del regateo espiritualoide.
En este caso, Jesús no es condescendiente; su respuesta se presenta en una enseñanza proactiva, que pone a los suyos en otra disyuntiva: los deberes del discípulo. No está la cosa en “pedir un aumento de fe”, sino en ponerse a trabajar por el Reino:
Cuando hayan cumplido todo lo que se les mandó, digan: “No somos más que siervos; sólo hemos hecho lo que teníamos que hacer” (v. 10).
¿Qué tenemos que hacer? Exactamente lo mismo que Habacuc: pedir auxilio, gritar, denunciar, ver las injusticias, los asaltas, la violencia y las rebeliones…, a pesar de que se dude que Dios escucha. En pocas palabras: hacer lo que tenemos que hacer, porque no somos más que siervos.
ACTAUR
Te cuento una historia:
Se llama Rami Adham y en Siria le llaman el traficante de juguetes porque arriesga su vida para llevar desde Finlandia, donde vive, cientos de muñecos y peluches para los niños sirios.
Desde que estalló la guerra civil en Siria, Rami Adham ha viajado más de dos docenas de veces a su tierra natal. Cruza fronteras y camina durante decenas de millas con bolsas a su espalda, a veces sorteando a los combatientes y las bombas que caen por doquier… Miral Khalagi tenía cuatro años cuando unos soldados entraron en su casa. El padre de esta niña fue torturado mientras ella miraba, según ha contado su abuelo. Esos mismos soldado se llevaron a su madre a la que no han vuelto a ver. Ahora, con 6 años, Miral vive en un campo de refugiados en la ciudad de Idlib. Casi nunca habla y apenas sonríe, excepto cuando recibe una visita de un lugar muy lejano llamado Finlandia, que llega cada dos meses hasta la tienda en la campaña en la que vive. Es Rami Adham, y consigue que Miral sonría y se sienta feliz cada vez que lo ve, y abre sus bolsas repletas de juguetes.
- El Señor no nos ha dado un espíritu de temor, sino de fortaleza, de amor y de moderación… Sólo hemos hecho lo que teníamos que hacer.
Mario A. Hernández Durán, Teólogo.